escribicion

A veces escribo. La mayoría de las veces no, porque se me olvida.

A Pablo Fierro

Entré al reloj cucú, siguiéndote, y encontré la nostalgia de los humanos que viven y le temen al olvido.

En algún libro, en alguna grie_ta, bajo la blanda amenaza de las telarañas, nuestras muertes se niegan a despertar.

23/08/2025 – Puerto Varas

Banda sonora para un sábado por la noche

Apagar la pantalla y tomar la chaqueta azul, los cigarros, el encendedor (obviamente), las llaves, los audífonos y dejar las monedas. Sólo por ahora. Apagar las luces en una especie de rito sagrado, una a una y sentir lástima de que ya no alumbren. Mirar las cosas como si no se las fuera a ver por toda la eternidad. La eternidad duraría solamente la caminata (obviamente). Dar pasos suaves y por primera vez encender la música antes de salir. A veces era difícil darse cuenta lo simple que era abandonarse. Quizá por lo mismo.

Las luces de la noche eran agradables y pesadumbrosas, nada que hacer al respecto. Tal vez, otro día, se daría el tiempo de nublar la vista, como creyéndose una cámara de alguna película de bajo presupuesto. Pero hoy no, eso era para otra historia. Hoy no era tiempo de cosas alegres. Por esa razón, quizá, Houston sonaba más desgarrador que de costumbre.

Había viento pero no llovía, sólo un constante soplar fuerte que traspasaba sin mucho esfuerzo la chaqueta. Era la chaqueta azul, y aún así el viento...

Encendió el cigarrillo al doblar la esquina, cuando ya no habían casas ni paredes que detuvieran el soplido huracanado que azotaba la costa. Un sabor a sal se le metía por los pómulos. Se dio permiso para sonreír (una formalidad, nada más). La calle se abría bocabajo y los faroles, esas almillas tristes y estiradas, iluminaban con gracia la vereda. Las esquivó todas.

El jazz era otra cosa. Trató de olvidarse, pero el viento... La sombra le daba algún reposo, de eso estaba casi seguro. Pero hoy, pero esa noche, pero ahora era difícil. Lo único seguro era la música, el saxo desgarrador (¿”desgarrador”otra vez? Claramente no estaba para sinónimos más ilustrados) cumplía a cabalidad su tarea adjetiva. Bajó por la calle y sólo se atrevió a doblar cuando el gemir de las olas se mezcló elegantemente con el piano, casi como si pidiera permiso. Pensó que tal vez todo estaba planeado. Dejar el cierre de la chaqueta (azul) hasta la mitad del camino, que el cierre del pulóver llegara hasta el cuello, la cajetilla en el bolsillo derecho, el encendedor en el izquierdo, caminar por la sombra, escuchar a Houston. Sonaba a literatura (barata, si se pensaba que todo estaba planeado). Pero no. No podía ser así. No había tenido tiempo para pensar. Se calmó.

Amainó el paso y fue pisando los bloques saltados. En Europa las veredas eran así. Nada que ver con Chile. Eran unas cosas lindas, unos cuadraditos bien instalados, de colores. Tal vez por lo mismo los odiaba y pisaba con cuidado cada cuadro, obviando el siguiente.

El cigarro se quemaba rápidamente y lo lamentó. Pero el viento... Miró al otro lado del mar, las otras luces a la distancia. Eso es Gales, pensó, era Gales en la mañana, debe ser Gales por la noche también. Se atrevió a pensar que tal vez en Gales había otro latinoamericano en su misma situación (de situado, de disposición espacial), mirando hacia este lado del mar, a estas otras luces, fumando un mismo Richmond Smooth Superking, escuchando a un mismo Houston, pensando que en el otro lado había otro sudamericano en su misma situación (de situado, de disposición espacial) pensando que al otro lado...

Cruzó la calle y se arrimó al barandal sobre el lago, porque el mar estaba más allá, unos metros más allá. Pero ahora, en la noche, daba lo mismo. Todo era una sola cosa de agua negra y taciturna. Y allá estaba Gales, porque si lo era en la mañana, en la noche, lo más probable, es que lo siguiera siendo.

Houston y el cigarro estaban apunto de terminar y lo lamentó. La noche estaba bien, le hacía bien. Y el viento...

El saxo parecía arrastrarse sobre alguna alfombra marrón. Era una dulzura – y no podía pensar en otra palabra – desgarradora. Y el piano, que tenía cuerpo de mujer (aunque lo estuviera tocando un hombre, lo más probable y adecuado) se unía, hacían el amor con una tristeza (Come on!) desgarradora, con una sensualidad que recordaba a Bardot llorando o a los pechos de Lucía que debían de seguir descubiertos, en la misma cama de la que había escapado, meciéndose suavemente al ritmo de su respiración dormida.

En algún momento pensó que tal vez Houston había venido a Inglaterra. Que había caminado por la misma calle, mirando el mismo Gales, que se había sentado en la misma banca donde había una mujer con una capucha sobre la cabeza, que había caminado cabizbajo por esa calle y que había desembocado en aquella otra. Le habría gustado saber los nombres de las calles, cómo en los libros de Cortázar. Ingenuo, pobre pajarito ingenuo. Pobre pajarito chileno, ingenuo y aplastado por la culpa.

Pero sí, definitivamente, debía de haber estado en París. Houston Person debía de haber estado en París. Siempre se le había ocurrido que todos los jazzistas habían estado en París. Aunque nunca hubiesen estado ahí. Pero debían de haber estado. Sentía siempre que al menos una nota de todas los acordes que salían de los metales, de las cuerditas ocultas de los pianos, de los bajos y contrabajos, que al menos una gotita de saliva atrapada en el saxo, que al menos una gota de sudor en la baqueta de la batería, o que, por último, un si menor (si es que había si menores en jazz y no una sucesión de inquietantes jeroglíficos musicales perfectamente dispuestos) debían significar París en ese idioma insensato y – maldita sea – desgarrador con que nacía el jazz. Paris Je t'aime. Paris Je t'aime. O alguna otra cosa en francés, o en parisino. Y Houston...

El viento terminó por fumarse el cigarro. Y allá lejos en Gales se apagó una luz.

Jugó por unos momentos con la colilla entre sus manos, pasándola de dedo en dedo, sin decidirse por botarla finalmente y aplastarla con el pie, fin poco (demasiado poco) honorable para tal ambrosía nocturna. Al final sus dedos la olvidaron y cayó, dio un rebote y terminó ahogada, perdida para siempre en el agua negra del lago-mar.

Algo debió de haber pasado. Alguna especie de magia, alguna especie de fantasía. Y Houston que increíblemente no acababa... Una cosa, una cosa brillante, un palito de luz, un palito de luz verde flotaba armoniosamente en el agua negra, un palito de luz verde flotaba vertical y armoniosamente sobre el agua negra del lago-mar y Houston se resistía a terminar.

Lo quedó observando. Era imposible que justo en ese momento, justo al terminar el cigarrillo, justo cuando el saxo se hacía más insoportable y (ya no hay necesidad de seguir discutiendo solo) desgarrador, un palito de luz estuviera flotando, vertical, en el agua, dando un resplandor verde, porque era un palito de luz verde.

Era un pajarito ingenuo, mas no para creer en revelaciones. Y aún así no pudo desprenderse: el palito se resistía a hundirse, como Houston se resistía acabar de una vez por todas y acabar con el dolor en el pecho. Houston era un palito verde flotando vertical en el agua negra. Y también Lucía era un palito verde flotando en el agua negra de su propia consciencia.

El palito de luz verde se balanceaba en un vaivén simpático.

Se dio el permiso, la obligación de sonreír. Y sonrió por más de un momento. Sonrió por tres, cuatro, cinco momentos, ¿cómo saberlo?

Houston ya se decidía por fin a terminar. Un acorde (¡qué diablos podría él saber!) más alto, un piano más intenso (¡qué, qué diablos!). Se separó de la baranda. Hacía frío. Y el viento...

Se alejó, abandonó el palito de luz verde, pisando un cuadrito de la vereda, el otro no, el otro sí, el otro no. Más allá, donde había un mirador (no sabía el nombre en inglés ni en español) para ver Gales y el lago-mar por twenty pence, empezó a sonar Carter. Se alejó por la vereda. Agachó la cabeza y siguió pensando en París, en Lucía, que dormía sobre una cama desarmada; una mujer vasta e inacabable como un desierto rojo e implacable. Cuando ya era muy tarde pensó en volver, pero no lo hizo. Pensó en Houston otra vez, en Talk of the Town, pensó en escucharla otra vez. Pero no lo hizo. Hacía frío. Mucho frío. Y el viento, el viento...

Siguió caminando, alejándose más y más, cabizbajo.

El otro sí, el otro no, el otro sí, el otro no, el otro...

Cuando volvió a la baranda, encontró a un viejo apoyado, mirando el mar con insistencia.

-There was something on the water.

-Was there?

-Sure there was. A blue glow. But now it's gone. Wonder what it was, probably a toy or something...

Sólo sonrió. Pensó en decirle que era magia, la fantasía y que era verde. Y que era prohibido. Pero sólo sonrió. Además, la mujer con la capucha había desaparecido. No había caso.

El viejo se alejó, con sus tres patas, sin importarle los cuadritos de la vereda.

Houston volvió a sonar. Pero junto con Carter. Spring can really algo. Miró hacia el mar y no encontró nada. Allá lejos estaba Gales, con sus luces.

Al día siguiente despertó con jaqueca y con el aliento como si hubiera dormido con un perro callejero húmedo en la boca.

Nada (o desmigar (o reflexión poco creíble (o cómo se le dé la gana, al final poco importa)))

Gracioso como las palabras se desprenden de sí mismas, despellejándose solas cuando se raspan contra las ásperas paredes de la repetición incesable. Masticándolas de a poco, se van desmigajando, serpientes absurdas encogiéndose, cayendo absurdamente en una marea de absurdos tallarines blancos, sin sal, pero sin pegotearse y en un plato blanco con poco fondo, una comida triste, como los buses o las noches después de revolcarse contra la almohada. Y, así, los dientes se van ahogando en una vaga y mortecina luz verde café azul, una agua impía, cortada, mientras caen en un largo, interminable, angustioso hilillo de baba espesa las palabras y a ver qué hacer. Una cosa tan terrible, muerte de guitarra, teléfono en mute (mute, mu-te), no se puede dejar así como así, como se deja impunemente la estatua de un caballo en tres patas en el centro (¿Qué significaba eso? Dos patas, muerte en batalla; cuatro, en la casa, viendo la teleserie de la tarde). Uno empieza casi haciendo lo contrario, una vuelta adelante con resorte de vuelta, hasta que todo se vuelve contrario, una ola hacia el mar, el vómito a la boca; todo se vuelve des (sin darse cuenta, obvio), un desaire, una desilusión, el desamor, un desárbol, una desnoche, un desbeso, un deseo de desear lo deseable.

Y entonces la transfiguración apócrifa, lo deseable se vuelve vano, una ambigüedad amiga antagonista (¿cómo des-cirlo de otra forma?) en el aire, aunque no en el aire. Una mutación desastrosa, nada de graciosa como al principio, una aterradora película de Kubrick (que en paz definitivamente no descansa), y una despelícula desaterradora, un desprincipio, una desmutación, y una deslluvia a destiempo, la hache se cruza en el camino de un abrigo y se vuelve ilegible, un habrigo que se parece un poco, casi rebuscadamente al sonido de un pan contra una hoja de afeitar.

Y lla no es bava lo que cae, hes una mescla de ruidos ecstranios, un arroyo que flulle, un flopitar de bervorréá ininteligebli rrio de eses casi putrídas heces gloubiando caye abaho como la sangre sangre sangre de Josear Cadio o una jente de álgun livro vómito incançable teclaz de maquinás de hescrivir, bolígraphos i tyntas negras papel blanco commas sin mensionar díu anderstén dyentes abihertos descosas al por mallor y a plaso fijo y esas cosas parecidas.

Flaca dos puntos

Hoy desperté y te vi. Estabas a mi lado, metida y enredada en las sábanas de alguna cama de alguna habitación de algún hotel de algunas pocas estrellas aquí en Barcelona. Estabas llena de ojos (cerrados, claro. Era bastante temprano, cerca de las siete – se me ocurre – y vaya alguien a entrometerse e interrumpir el cauce sempiterno de tu sueño sagrado), llena de movimientos bruscos en las cejas, llena de flores en la cabeza y de peces simpáticos que te debían de estar haciendo cosquillas en la panza porque tenías una sonrisa espeluznantemente contenta en la cara. Yo te miré y me acordé de pronto de Rulfo y de Cortázar, de algunos (digamos) poemas que, de haberme sentido un poco más despierto, te hubiese susurrado al oído. El tufo matutino, siempre tan puntual (de esos que aparecen apenas abrís los ojos) y tan como gris o azul (o alguna mezcla de colores de nombres imposibles), me impidió hacerlo y darte tal vez algún beso tranquilo en la frente o en la barbilla donde tenés ese lunarcito inquieto que (estoy seguro) se cambia de lugar cuando nadie lo ve.

Antes de escaparme de tus piernas tentáculas (¿Existe esa palabra? ¡Qué burradas estoy diciendo, che!) me dejé abrazar por tus brazos sonámbulos que debían de estar abrazando a otra persona, porque a mí, querida, a mí no me debés abrazar. Supongo que estabas soñando con el Flufli, pobre animalito cuando cae entre tus manos. Pero sí, ¿querés que sea sincero? Sí, me dejé abrazar y me di cuenta por qué el Flufli no te deja que te le acerqués. Tenés una fuerza fenomenal, flaca. Si tus ojos (esos que me hipnotizaron de la misma manera como me hipnotizaba – cuando era un pibe, no vayás a pensar que todavía me pasa – la tombolita de la lavadora), si tus ojos no son suficientes para desbaratar a algún animal (como soy yo) de su fuerza, de seguro tus brazos harán lo necesario para dejarlo a uno tan desnudo y vacío como me dejaste anoche luego de meternos a esta habitación.

Yo no sé, che, pero me da la impresión que el mundo siempre fue en blanco y negro (black and white, no sé por qué a los gringos les da por cambiar el orden de las palabras) antes de las siete de la mañana. O, al menos, hasta las siete, porque cuando me safé de tus piernas tentáculas (si no existe, la invento para vos y te la regalo) alcancé a ver cómo un arbolito se terminaba de poner su traje verde. Yo lo vi, te lo juro. O es que debe ser aquí en Europa nada más...

Después, esas costumbres que pesan como condenas me obligó a tomarme un mate (suerte que trajimos la bombilla), pero no me lo tomé en la cocinilla. No, te vine a ver dormir. Estabas tan quieta que me dio la impresión de que te habías muerto y me reí, perdoname, porque pensé que la muerte debía ser una cosa con algún título profesional en cosmetiquería, porque te veías tan relinda, flaca, tan relinda, apenas respirando y tu sonrisa que no se iba nunca. El mate me llevó a mi chaqueta, donde hurgueteé buscando la caja. Traté de fumar rápido; uno no debería fumar a las siete (y pico, porque ya había pasado algún tiempecillo), pero eso no es algo que se haga a propósito, los cigarros se autoflagelan y lo obligan a uno a acabar con su muerte de manera piadosa. Lo mismo me tomó unos diez o doce minutos.

Al rato desperté. Sí, me quedé dormido mirándote, pero me desperté. No tengo idea de cuánto tiempo había pasado. Lo hubiera sabido, pero el aparatito de la hora se había apagado y el tiempo se había arrancado por la ventana abierta y, de paso, había botado un macetero a la calle. Yo lo vi allá abajo, todo destrozado, todo de tierra y polvo y alguna flor roja despedazada por la caída y la pisada de la gente desconsiderada. Y tú, agarrada de la almohada, como quien se agarra a las falsas esperanzas, aún no querías despertar. A mí me dio un poco de vergüenza. Vos sabés, en Europa se aprovecha el tiempo (y esa bobada del tempus fugit y carpe diem, latín de segunda para sudacas arribistas). Pero seguías tan linda como en la mañana y, no sé por qué, aún sonriendo.

Me levanté y me metí a la ducha. Empezaba a hacer un calor de esos de los de verdad, como en casa, y cuando salí, seguías ahí, inmóvil. Me asusté un poco, nada más un poco, y después me vestí, me puse la misma ropa que anoche (¿cuál otra?) y me fui a la cocina. Agarré un plato y un tenedor, pensando en tu cabeza con flores, y me serví alguna cosa para comer. Cuando volví a la habitación aún dormías. Seguías abrazando a la almohada Flufli, pero te habías dado media vuelta, escapando de la luz del sol que amenazaba con traerte de vuelta al mundo.

Me acerqué al borde de la cama y te vi, sonriendo aún y me contagié por un segundo. Sí, flaca, me hiciste reír por un segundo. Me subí a la cama y me monté sobre ti. No moviste un músculo. Desprendí, con delicadeza y parsimonia fulminante, la almohada Flufli de tus manos. Seguías sonriendo. Entonces di una carcajada brutal. Me reí tan fuerte que despertaste asustada y me miraste. Pero alcanzaste a verme sólo un segundo antes de que yo te tapara violentamente el rostro con la almohada. No tuviste tiempo para reaccionar, flaca. Solo alcanzaste a quitar la estúpida sonrisa de tu cara antes de que empezara a clavar con una furia descomunal el tenedor en la almohada, porque eso de convulsionar con ira, eso de gritar como con algodones en la boca, eso de agitar los brazos y botar todas las cosas de la mesa de luz, eso de violentar el cuerpo y las piernas, eso parecido a un ataque de epilepsia, eso, flaca, eso sólo fue después, mientras yo te decía que cómo cojones podías confiar en el primer compatriota que vieras en el extranjero, que eras una boluda por creerte el cuento de mi abuelo muerto de cáncer mientras, entre vodkas baratos y cigarros a medio fumar, me contabas tu historia entera, tu único beso con una mujer, cómo odiabas que te despertaran por las mañanas, cómo estaban de caras las cosas en casa, la historia de algún gato llamado Flufli, lo difícil que era entender a los españoles y el problema con los paros de los buses. Pero eso sólo duró unos momentos. Cuando la almohada empezó a sangrar, coincidió con el término de tus convulsiones y me di cuenta de que, por fin, habías entendido.

Me levanté con cuidado, tratando de no despertarte. Aún era un tanto temprano, aunque la mitad de España, fuera de esta habitación de hotel de pocas estrellas en Barcelona, estuviera a punto de concluir su ritual productivo. Por eso me fui, flaca. Te dejé dormir todo el resto del día, mientras yo me iba por unos cigarros, porque el que me había fumado en la mañana era el último de la caja.

Cuando despertés, flaca, no te asustés si no me encontrás.

López

Luego de dudar un segundo, López por fin se decidió a cruzar la calle. Era una noche fría, si bien soportable. “Han habido días morbosamente peores”, le había comentado a una colega en la mañana, conversaciones de ascensor, diálogos universalmente aceptados. Algo le había respondido la mujer, a quien ya se le asomaban las raíces de un cabello falto de tintura, pero no pudo recordar qué había sido. No es que fuera importante tampoco, pero, en fin. Cuando llegó al otro extremo de la calle, se dio cuenta de que era absurdo que estuviera recordando una conversación tan nimia mientras cruzaba la calle. Luego se aterrorizó al darse cuenta de que, además, no recordaba haber prestado atención al tráfico antes de cruzar. “Podría haber muerto”, dijo en voz alta, pensativo. La verdad era que poco importaba, considerando que lo realmente importante debía ser la razón por la que había cruzado. Sentía una puntada en el costado, le costaba respirar, pero lo hacía con agrado. Le gustaba que el aire estuviera tan helado, que le llenara los pulmones de hielo nocturno. ¿Qué era lo que había respondido su colega?

Reconoció las casas. Un poco más allá (“¿O más acá?”) estaba la que buscaba. Por alguna razón, la materia que creaba sus pensamientos parecía, a ratos, galopar sin sentido, chocar entre sí, atropellarse mutuamente sin encontrar descanso. Recordaba saber por qué había cruzado y recordaba saber qué era lo que buscaba con haber cruzado. Recordaba conocer la casa y le gustaba el frío, pero no había caso en poder recordar la tonta conversación de la mañana y tampoco le parecía saber qué (o quién) habría de haber (o estar) dentro de la casa que buscaba. Su colega (no sabía su nombre) luego se despidió y se bajó en el piso 7 u 8, poco importaba.

López no recordaba que la avenida estuviera tan empinada (o en bajada, según de donde se viniera) y no entendía cómo le podía costar tanto trabajo poner un pie delante del otro. Alguien le habría dicho que estaba borracho, pero sabía que no lo estaba. Al menos, no recordaba haber bebido un sorbo de nada. Miró, debido a alguna química inconcebible de su cerebro que le obligó a girar la cabeza, hacia atrás. “¿Ese es mi zapato?”, se preguntó pensativo. Luego se miró sus pies y, en efecto, su pie derecho aparecía descalzo y sin calcetín (“¿Dónde diablos se pudo haber metido?”) y se tornaba ligeramente azul en el frío de la noche. “Increíble que el betún de zapatos haya durado todo el día”, pensó. “Mira cómo brilla ese calzado”. López retomó su camino buscando algo que ya no lograba recordar. No le dio demasiada importancia; desde hacía un tiempo a esta parte (aproximadamente los últimos tres o cuatro minutos) olvidaba todo con brutal facilidad. Recordaba sutilmente a una persona que le había dicho que siempre hay días morbosamente peores pero no entendía por qué demonios alguien diría tamaña estupidez sin la apropiada contraparte argumentativa que permita una comparación similar. Pensó López que había gente estúpida en el mundo. Cuando sus ambos pies se arrastraban descalzos sobre el pavimento, López pensó que así podría moverse más rápido. Por razones aerodinámicas irrefutables, también se quitó la gruesa chaqueta que le cubría del frío.

López creía que estaba enamorado. No entendía por qué ni de quién, pero a fin de cuenta, ese sabor en la boca tenía un sinónimo de amor y si eso no era una muerte prematura debía ser, al menos, la locura del amor, tema tan tratado por quizá cuántos autores que había leído pero que, de pronto, dudaba haberlo hecho. Bruscamente, a su izquierda se alzaban unas casas terribles, tristes, terminalmente derrotadas por polvo y enredaderas. López sabía con certeza que tal vez estaba buscando una casa, al parecer, pero no estaba seguro. Al final, poco importaba, porque ya no podía moverse mucho. Detrás de sí (o delante de sí, ya no lo podría decir con certeza) estaban desparramados sus pantalones negros y un par de piernas que debían ser las suyas, porque ahora sólo se apoyaba en el pavimento con lo que debía ser su cintura o cadera, López nunca tuvo clara esa distinción.

“¿Por qué estoy desapareciendo?”, se preguntó el pobre de López, que había cruzado la calle en busca de algo que no recordaba, que había andado buscando cosas en la vida. Le dolía, en alguna parte de su disminuido cuerpo, que tanta búsqueda le hubiese arrancado el cuerpo, las piernas, esas cosas que debían ser sus brazos y manos. De pronto sentía ese abandono del que había hablado un escritor mexicano que tenía un apellido que sonaba a pan seco o a un rastrillo rascando el cemento, algo sobre un hilo de sangre que se cortaba, y pensó que así debía de sentirse un ateo justo en el momento preciso antes de convertirse en ateo. Él lo sabía por experiencia, o eso creía, pues tenía esa ligera impresión reveladora de haber sentido algo así antes. Pero después pensó que quizá había pasado demasiado tiempo buscando respuestas, buscando tesoros de hálito añejo, buscando restos insufribles de lecciones de vida, buscando buscar algo. Iba a decir en voz alta que todo había sido una pérdida más que una búsqueda, un abandono ontológico en lugar de epifanías reveladoras, pero lo que debía ser su mandíbula inferior se convertía en un hervor espumoso, evaporándose bajo sus propios ojos y, claramente, no tuvo tiempo de decir nada debido a que ya no tenía un lugar de apoyo en el que descansar su lengua antes de golpear el paladar para poder emitir algún sonido significativo (sin mencionar, además, que su lengua chiporroteaba alegremente junto a su mandíbula triturada en el suelo).

La noche empezaba a cerrarse y López por fin logró entender a qué se referían los autores al decir que la noche se cerraba. Por algún tiempo su lógica le había impedido entenderlo porque consideraba, erróneamente, que la noche que se cerraba era la que daba lugar al día y, por razones primigenias de la humanidad, el día le parecía a López la apertura por antonomasia. Pero la noche se cerraba, y fuera lo fuese que eso implicaba, le alegraba la vida (o la falta de ella) poder entender una incógnita que le había pesado en el alma por causa de un círculo social amplio de pseudointelectuales que olvidaba a estas alturas. Como a toda persona que se encuentra a pocas millas de su último respiro, a López le embargaba una pena inmensa. Por distintas razones. Número uno, no haber usado sus piernas más frecuentemente. Número dos, no haber usado su nariz inexistente para sentir más los olores. Número tres, todas las demás cosas de las que se arrepienten las personas por no haber hecho en su momento aquello que aplazaron indefinidamente, como los cristianos y los jueces que no condenaron tantas aberraciones en tiempos turbulentos.

Lo último que alcanzó a pensar López (quien ya se había reducido nada más que a una masa viscosa grisácea y húmeda) fue que todo era una mierda rara. Y lamentó terriblemente (aunque no mucho, pues le faltaban los órganos biológios necesarios para lamentar terriblemente cualquier cosa) no haber sido más sagaz para haber entendido todo lo que había que entender (que se reducía a nada) un poco más temprano en su vida. “La vida es”, humeó finalmente, y desapareció de la faz de la tierra.