escribicion

A veces escribo. La mayoría de las veces no, porque se me olvida.

Nada (o desmigar (o reflexión poco creíble (o cómo se le dé la gana, al final poco importa)))

Gracioso como las palabras se desprenden de sí mismas, despellejándose solas cuando se raspan contra las ásperas paredes de la repetición incesable. Masticándolas de a poco, se van desmigajando, serpientes absurdas encogiéndose, cayendo absurdamente en una marea de absurdos tallarines blancos, sin sal, pero sin pegotearse y en un plato blanco con poco fondo, una comida triste, como los buses o las noches después de revolcarse contra la almohada. Y, así, los dientes se van ahogando en una vaga y mortecina luz verde café azul, una agua impía, cortada, mientras caen en un largo, interminable, angustioso hilillo de baba espesa las palabras y a ver qué hacer. Una cosa tan terrible, muerte de guitarra, teléfono en mute (mute, mu-te), no se puede dejar así como así, como se deja impunemente la estatua de un caballo en tres patas en el centro (¿Qué significaba eso? Dos patas, muerte en batalla; cuatro, en la casa, viendo la teleserie de la tarde). Uno empieza casi haciendo lo contrario, una vuelta adelante con resorte de vuelta, hasta que todo se vuelve contrario, una ola hacia el mar, el vómito a la boca; todo se vuelve des (sin darse cuenta, obvio), un desaire, una desilusión, el desamor, un desárbol, una desnoche, un desbeso, un deseo de desear lo deseable.

Y entonces la transfiguración apócrifa, lo deseable se vuelve vano, una ambigüedad amiga antagonista (¿cómo des-cirlo de otra forma?) en el aire, aunque no en el aire. Una mutación desastrosa, nada de graciosa como al principio, una aterradora película de Kubrick (que en paz definitivamente no descansa), y una despelícula desaterradora, un desprincipio, una desmutación, y una deslluvia a destiempo, la hache se cruza en el camino de un abrigo y se vuelve ilegible, un habrigo que se parece un poco, casi rebuscadamente al sonido de un pan contra una hoja de afeitar.

Y lla no es bava lo que cae, hes una mescla de ruidos ecstranios, un arroyo que flulle, un flopitar de bervorréá ininteligebli rrio de eses casi putrídas heces gloubiando caye abaho como la sangre sangre sangre de Josear Cadio o una jente de álgun livro vómito incançable teclaz de maquinás de hescrivir, bolígraphos i tyntas negras papel blanco commas sin mensionar díu anderstén dyentes abihertos descosas al por mallor y a plaso fijo y esas cosas parecidas.

López

Luego de dudar un segundo, López por fin se decidió a cruzar la calle. Era una noche fría, mas no insoportable. “Han habido días morbosamente peores”, le había comentado a una colega en la mañana, conversaciones de ascensor, diálogos universalmente aceptados. Algo le había respondido la mujer, a quien ya se le asomaban las raíces de un cabello falto de tintura, pero no pudo recordar qué había sido. No es que fuera importante tampoco, pero, en fin. Cuando llegó al otro extremo, se dio cuenta de que era absurdo que estuviera recordando una conversación tan nimia mientras cruzaba la calle. Luego se aterrorizó al darse cuenta de que, además, no recordaba haber prestado atención al tráfico antes de cruzar. “Podría haber muerto”, dijo en voz alta, pensativo. La verdad era que poco importaba, considerando que la razón por la que había cruzado debía ser lo realmente importante. Sentía una puntada en el costado, le costaba respirar, pero lo hacía con agrado. Le gustaba que el aire estuviera tan helado, que le llenara los pulmones de hielo nocturno. ¿Qué era lo que le había dicho su colega? Reconoció las casas. Un poco más allá (“¿O más acá?”) estaba la que buscaba. Por alguna razón, la materia que creaba sus pensamientos parecía, a ratos, galopar sin sentido, chocar entre sí, atropellarse mutuamente sin encontrar descanso. Sabía por qué había cruzado y sabía qué era lo que buscaba con haber cruzado. Conocía la casa y le gustaba el frío, pero no había caso en poder recordar la tonta conversación de la mañana y tampoco le parecía conocer a la persona que habría estar dentro de la casa que buscaba. Su colega (no sabía su nombre) luego se despidió y se bajó en el piso 7 u 8, poco importaba.

López no recordaba que la avenida estuviera tan empinada (o en bajada, según de donde se viniera) y no entendía cómo le podía costar tanto trabajo poner un pie delante del otro. Felipe le habría dicho que estaba borracho, pero sabía que no lo estaba. Al menos, no recordaba haber bebido un sorbo de nada. Miró, debido a alguna química inconcebible de su cerebro que le obligó a girar la cabeza, hacia atrás. “¿Ese es mi zapato?”, pensó. Luego se miró sus pies y, en efecto, su pie derecho aparecía descalzo y sin calcetín (“¿Dónde diablos se pudo haber metido?”) y se tornaba ligeramente azul en el frío de la noche. “Increíble que el betún de zapatos haya durado todo el día”, pensó. “Mira cómo brilla ese calzado”. López retomó su camino buscando algo que ya no recordaba. No le dio demasiada importancia; desde hacía un tiempo a esta parte (aproximadamente los últimos tres o cuatro minutos) olvidaba todo con brutal facilidad. Recordaba sutilmente a una persona que le había dicho que siempre hay días morbosamente peores pero no entendía por qué demonios alguien diría tamaña estupidez sin la apropiada contraparte argumentativa que permita una comparación similar. Pensó López que había gente estúpida en el mundo. Cuando sus ambos pies se arrastraban descalzos sobre el pavimento, López pensó que así podría moverse más rápido. Por razones aerodinámicas irrefutables, también se quitó la gruesa chaqueta que le cubría del frío.

López creía que estaba enamorado. No entendía por qué ni de quién, pero a fin de cuenta, ese sabor en la boca tenía un sinónimo de amor y si eso no era una muerte prematura debía ser, al menos, la locura del amor, tema tan tratado por quizá cuántos autores que había leído pero que, de pronto, dudaba haberlo hecho. Bruscamente, a su izquierda se alzaban unas casas terribles, tristes, terminalmente derrotadas por polvo y enredaderas. López sabía con certeza que tal vez estaba buscando una casa, al parecer, pero no estaba seguro. Al final, poco importaba, porque ya no podía moverse mucho. Detrás de sí (o delante de sí, ya no lo podría decir con certeza) estaban desparramados sus pantalones negros y un par de piernas que debían ser las suyas, porque ahora sólo se apoyaba en el pavimento con lo que debía ser su cintura o cadera, López nunca tuvo clara esa distinción.

“¿Por qué estoy desapareciendo?”, se preguntó el pobre de López, que había cruzado la calle en busca de algo que no recordaba, que había andado buscando cosas en la vida. Le dolía, en alguna parte de su disminuido cuerpo, que tanta búsqueda le hubiese arrancado el cuerpo, las piernas, esas cosas que debían ser sus brazos y manos. De pronto sentía ese abandono del que había hablado un mexicano escritor que tenía un apellido que sonaba a pan seco o a un rastrillo rascando el cemento, algo sobre un hilo de sangre que se cortaba, y pensó que así debía de sentirse un ateo justo en el momento preciso antes de convertirse en ateo. Él lo sabía por experiencia, o eso creía, pues tenía esa ligera impresión reveladora de haber sentido algo así antes. Pero después pensó que quizá había pasado demasiado tiempo buscando respuestas, buscando tesoros de hálito añejo, buscando restos insufribles de lecciones de vida, buscando buscar algo. Iba a decir en voz alta que todo había sido una pérdida más que una búsqueda, un abandono ontológico en lugar de epifanías reveladoras, pero lo que debía ser su mandíbula inferior se convertía en un hervor espumoso, evaporándose bajo sus propios ojos y, claramente, no tuvo tiempo de decir nada debido a que ya no tenía un lugar de apoyo en el que descansar su lengua antes de golpear el paladar para poder emitir algún sonido significativo (sin mencionar, además, que su lengua chiporroteaba alegremente junto a su mandíbula triturada en el suelo).

La noche empezaba a cerrarse y López por fin logró entender a qué se referían los autores al decir que la noche se cerraba. Por algún tiempo su lógica le había impedido entenderlo porque consideraba, erróneamente, que la noche que se cerraba era la que le daba lugar al día y, por razones primigenias de la humanidad, el día le parecía a López la apertura por antonomasia. Pero la noche se cerraba, y fuera lo fuese que eso implicaba, le alegraba la vida (o la falta de ella) poder entender una incógnita que le había pesado en el alma por causa de un círculo social amplio de pseudointelectuales que olvidaba a estas alturas. Como a toda persona que se encuentra a pocas millas de su último respiro, a López le embargaba una pena inmensa. Por distintas razones. Número uno, no haber usado sus piernas más frecuentemente. Número dos, no haber usado su nariz inexistente para sentir más los olores. Número tres, todas las demás cosas de las que se arrepienten las personas por no haber hecho en su momento aquello que aplazaron indefinidamente, como los cristianos y los jueces que no condenaron tantas aberraciones en tiempos turbulentos.

Lo último que alcanzó a pensar López (quien ya se había reducido nada más que a una masa viscosa grisácea y húmeda) fue que todo era una mierda rara. Y lamentó terriblemente (aunque no mucho, pues le faltaban los órganos biológios necesarios para lamentar terriblemente cualquier cosa) no haber sido más sagaz para haber entendido todo lo que había que entender (que se reducía a nada) un poco más temprano en su vida. “La vida es”, humeó finalmente, y desapareció de la faz de la tierra.